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junio 27, 2008

Seres atómicos

Obstáculos y nada más. En ese hemos convertido la vida en la ciudad. Meros obstáculos en cada forma social que encontramos. Los paraguas cuando llueve, las gotas de los aire acondicionado en verano, las baldosas rotas, los carriles cortados, los semáforos, los autos.
Todo pasa a ser parte de una carrera por sortearlos. La ciudad no es más que la conspiración contra su propia existencia y eso se expresa luego en la relación con los demás. Se va creando la atmósfera propicia para esa relación.
Así refunfuñamos por los artesanos y sus lienzos, las marchas, las protestas, el calor, la humedad, el humo, el ruido. Todas son formas válidas de resistencia contra uno, todo merece morir antes que dejar que mi tiempo se retrace.
Nos vamos transformando en atómicos, en seres celulares que estallan en reacciones en cadena cuando se tocan con el otro. Estallan, explotan. No debe haber contacto: el tren, el subte, el colectivo, cualquier asiento en el cine se vuelve espacio de disputa y de peligro... no vaya a ser cosa que quedemos pegados con el otro.
Cruzamos una calle y vemos de pronto, frente a nuestros ojos, a esa manada de hombres y dispuestos en posición de guerra para atravesar el surco del asfalto aunque cueste la vida y allí los atropellos, los codazos ,los empujones.
Salgo al barrio y siento ajenidad, todo resulta ajeno en un mundo inanimado.
Nos volvemos objetos, no vemos más que invididualidades y vaya cosa seria! que esto ya se pensaba desde la caída del muro y el comunismo... que el contacto humano era cosa de socialistas! y sí, parece que revolucionario es el amor, el sentido de humanidad, el profundo deseo de resistencia contra la insensibilidad y el no involucramiento. El amor, es así. Desprendámonos de su versión naive, de su sentido más banal. Creer en el otro, contagiarnos su risa, vivir su pesar; todo pasa a ser revolucionario en un mundo que oscurece los sentimientos, que oscurece cualquier atisbo de humanidad.
Nadie ve nada, estamos ciego y en esta ceguera todos somos culpables

junio 24, 2008

Sin metáfora

Hace como dos años hago el mismo recorrido desde mi casa al trabajo. Casa-Colectivo-Subte-Trabajo.
Es sencillo y muy práctico a pesar de la gente, el calor, el agotamiento de los trasbordos; pero es rápido y eficaz.
Hace dos años, ese mismo trayecto realiza en mi cabeza una serie de observaciones mentales. Hacia el final del recorrido, básicamente desde las estaciones finales y las cuadras caminadas que llevan al trabajo, como por arte de magia, por musas inesperadas, en mi cabeza comienzan a tener formas e ideas de los más bizarras, fotos, acontecimientos pasados (quizá nunca realizados), datos, fantasía.
Se acumulan sin parar colores y mezclas sin contornos que de a poco a medido que voy perfilando el camino hacia mi labor se van aclarando, perdiendo muchas, otras se van refinando, hasta dejarme sonriendo solo en la calle Florida, entre el gentío que vuela a sus destinos.
En general desde hace dos años vengo usando esos momentos de sencillez, de segundos mágicos para importarlos a estas lineas virtuales. Son mi insumo más importante. Casi sin evaluar si amerita, es casi una exorcización de aquel instante revelador, divino (si me pusiera místico), que urge sea materializado, aunque claro, en internet.

Sin embargo, no hace poco vengo sintiendo una sensación mucho más extraña, pero a la vez de lo más atendible y razonable. Cuando estas ideas están patentes en mi cabeza, cuando han logrado configurarse en torno a una introducción, un nudo y un final, es justo casi siempre el momento de ingresar al edificio en el cual trabajo. En ese instante aquello que estaba fijo, atrtavezado en mi conciencia y casi grabado en mi retina, comienza a languidecer. Como un foquito de luz, empieza a perder su brillo, se opaca y pierden la intensidad de su origen impredescible.
Mantengo la convicción (a medido que atravieso el palier y a los empleados de seguridad) que a penas llegue a mi escritorio intentaré garabetear alguna que otra línea que me permita reencontrarme con esa idea-uz que había sido tan patente minutos atrás. Sin embargo a medida que subo el ascensor, ya más oscura que antes, el pensamiento se vuelve irracional, impúdico, desalentador, inútil, sin sentido.
Dado el recuerdo de las cuadras caminadas, pretendo reconcentrarme en los minutos que me quedan, sosteniendo que como un sueño, al levantarse los hiatos que cubren nuestra imaginación son de por sí irracionales, pero no por eso dejan de tener un sentido estético y es por eso que me aferro con fuerza a plasmarlo en un papel.
Al cabo de esos instantes y en el momento que cruzo con desidia la puerta de la oficina hacia mi escritorio, la idea simplemente desapareció. Se esfumó. Me quedo sentado frente a la computadora, pensando, recordando, delineando algunos dibujos mentales de aquellos instantes de inspiración fugaz. Los momentos que siempre había intentado plasmar ahora se hacían inencontrables.
No eran simples ideas, era la idea luz que por más simple, por más trivial tenía el poder de haber hecho olvidarme de todo, en esos minutos en Florida. Me había hecho sonreír frente a una multitud desvariada y enfermiza.Era lo suficientemente poderosa como para poder transcribirla luego. Y así todo, el contacto con ella se esfumó como un mal presagio, que pronto dejó de existir.
Me dirán que es tiempo de abandonar este trabajo; un recurso menos radical sería utilizar un grabador. Yo voy sintiendo que es un mecanismo de defensa. Supongo que todas son respuestas válidas. Por otra parte, voy pensando que mis ilusiones y esperanzas se van acaparando en ese instante preciso de luz que brilla por encima del día, de las tareas y obligaciones y me deja flotar por encima de todo eso por escasos momentos. Quizá es mi mente la que me obliga a retenerlos, a no publicarlos, a hacerlos mios, asirlos entre mis dedos, que se esconden para mi protección.
Aún no lo sé, quizá este sea un intento de respuesta frente a la hoja en blanco, frente al silencio que viene transitando mis musas, pero sin duda siguen ahí, candorosas, jugando a las escondidas para mis minutos de placer diario, pero que huyen prontas cuando trato de describirlas.

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