Los ojos negros profundos, redondos, brillantes. La perfección de una mirada circunspecta y atolondrada que sube lentamente por el rabillo de sus almidonados vestidos, mirándose las uñas primero, deteniéndose en el descanso de sus hombros después, en un gesto de envidia para cualquiera, para ella no es más que un leve bostezo sostenido su pequeño hombro; hasta encontrarse con la mirada de aquel.
El que andaba buscando una palabra que cerrara con su cuento de habitación de hotel, buscando entre recuerdos, una rima, una simple oración que terminara el suplicio de desvelo, pateaba piedritas y papelitos...
Una milésima de segundo que conectó todas las fibras internas de ambos, en un calor silencioso, pudoroso, que no atreve a decir palabra. Apenas un roce entre aquellas miradas, que no sacan chispas; no claro, no estamos en una novela. Apenas brillan algunas estelas celestes y no son metáfora, al menos no para ellos. Mil roces pueden sucederse en un día, en una semana, en toda una vida. Mil miradas, mil palabras y ninguna flor.
Y en ese escondite de encuentros misteriosos, donde la profundidad de una mirada quedaría pregnando por siempre, esa, esa que siempre había imaginado, se había hecho presente esa mañana. El cuento final, la historia sencilla, el ¿amor de su vida? No. Eso sólo en las novelas.
¿De quién hablamos? ¿De él? ¿De ella? Lo mismo da. Ese instante se limitó a aquel estallido. Un nuevo gesto, quizá un mosquito, seguramente una mosca; que no estamos en una novela y esas cosas pasan, y su mirada cambió su dirección envuelta hacia el interior de quién sabe qué pensamiento. Es que uno puede ser omnisciente y así todo nunca entender el por qué de ciertas miradas femeninas, ciertos gestos imposibles que sólo esta hembra humana puede ser capaz de producir.
Y entonces con el mismo desconcierto que este omnisciente, el chico de treintaytantos, que andaba por ahí en busca de las eternidades más elementales, que vio en un destello aquellos ojos negros impenetrables, volvió su cabeza hacia cosas más urgentes; que también los hombres tienen urgencia y en este caso el filo de un paraguas apuntando directo a sus ojos, no iba a ser la excepción.
Sin embargo, y aquí, en ese momento donde todo parecía finalizado, donde el párrafo final se adivinaba ya casi con los ojos cerrado; las cosas que son imperceptibles, incluso para los omniscientes, se hizo testigo para todos, incluso para la señora que guardaba ahora su paraguas mortal.
La leve mirada y el calor de su cuerpo, se hicieron uno, en la sutil sonrisa. Puesta en él, claro, su receptor; que recibía sorprendido, sin entender, como todos allí; el saludo mágico de los ojos negros, de su pelo azabache y su sonrisa 10 puntos.
La volvió a buscar, sin mirarla, pensando que de pronto su mirada y la de él se encontrarían nuevamente al azar, como había sido. En un suspiro de ella, mirando el cielo, en busca de respuestas, él, por alguna imprevista reacción bajaría un poco más su mirada, quizá anotando mentalmente alguna que otra frase y allí estarían nuevamente. Pero no. Que no estamos en una novela che, que estas cosas pasan cuando pasan y que la verdad de la milanesa es que ella viajó, se fugó a parís, por un amor que no era; y él naufragó en un amor de copas vacías y nunca jamás; porque estas frases lamentablemente no sólo viven en las novelas, volvió a olvidarla ni a perdonarse ese mutismo infinito que la perdió a ella, en su sonrisa, para siempre.