Cargan más bien, los objetos, todas las vidas y allí quedan, sin historias, situados en un presente que les es
completamente extraño, pero que nada pueden hacer más que yacer allí en donde estén.
Hasta que claro, escritor atento, escucha un comentario de una docente con su alumna, que intenta con devoción devolverle una alegría.
-Hoy, fideo, no voy a comerte, -Hoy, muñeco no pienses, ni loco, que voy a jugarte. -Reloj, hoy no me darás ni una mísera hora de tu tiempo.
Instantáneamente, el mundo se disipa, las cosas pierden sus siluetas y el aire ya no flota. Todo alrededor ahora conforma lo que subjetivamente es.
Las cosas así no tienen continuidad, dejan de contener la secuencia perpetua que acontece con la materia. El movimiento que mantiene firmes las cosas, allí donde se encuentren. En todo caso, la discontinuidad trae aparejada algún tipo de desaparición de la cosa, tal cual fue concebida para repetir(se).
Allí donde la cosa detiene su proceso, la materia cobra vida, como muerte de su objeto. Es ahora la humanidad que quiebra ese sentido primigenio, lo absorbe por completo. Es ahora la persona-objeto asimilada por la continuidad de la permanencia de los objetos que yacen tendidos y sin capacidad de sortear su propia funcionalidad.
Capaz el lenguaje, quizás la palabra, en todo caso, el suspiro de una frase sea definitivamente lo que termine respirando cuando la vida se detenga.
La materia viva manifestándose sin intermediarios, sobrepasando la razón, que es siempre aberrante.