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febrero 11, 2010

huellas

En el mar, cuando el viento está a punto de cambiar, cuando la cálida brisa muta a una fría batahola, los pescadores suelen decir que la tierra, sus vísceras y sus bichos pueden percibirlo con unos minutos de anticipación. Que basta mirar el cielo para predecirlo con suma exactitud.

Sucede en un instante y toda la tierra queda abrasada en segundos, el sol a plomo en un mediodía común puede ser devastador. De allí, de la misma nada llegan cientos de pequeños insectos y mosquitas de los más variados, aves de cualquier forma y color que parecieran huír enloquecidos del vendaval universal. Y en realidad, el mundo apenas parece moverse. 

Dicen los que saben que si uno mirara con  pericia podría identificar en la tierra también ese estremecimiento silencioso previo al cambio de la corriente. Desde dentro del mismo centro del mundo erupcionan hormigas y larvas pequeñitas que hacen del suelo una lava en movimiento.

Finalmente, luego del alarido inconsistente de esta muchedumbre de movimientos, el viento del mar, arrasa frío e intrépido caminando por las aguas marinas, creciendo hacia la costa y despilfarrando ventisca al continente entero.

Así de misteriosa es la tierra y así de inquietante es la mujer. 

Dicen los que saben que una mujer puede mutar en segundos, como el viento y sólo el cuerpo de ella puede adelantarse a esos cambios repentinos. Su piel se suaviza como por arte de magia en una sedosa cobertura, todo su cuerpo parece electrizarse y una fina capa de sudor recorre sus extremidades ante un repentino calor que sólo complejísimos sistemas de medición podrían identificar. 

Afirman que estos son avisos, rumores para los indecisos, para los incautos, para los desafortunados. Signos para  que el más incrédulo y simple de los hombres pueda entender el regocijo de una mujer.  Quien realmente pudiera verlo anotaría con detalle cada milimétrico contorno de una mirada femenina, el momento exacto en que sus pupilas se dilatan y una brisa de rubor aparece en sus mejillas. También avisan que son esos instantes donde el devoto observador queda paralizado ante los destellos de una luz de múltiples colores que ni los más sofisticados fotómetros pueden llegar a analizar.

Basta saborear, sostienen los dichosos, los labios de una mujer en ese preciso instante para comprender que los colores de los gustos conocidos dejan de tener sentido, ante esa plétora de sensaciones de imposible identificación. Son esos escasisimos segundos de ese regodeo generoso por los caminos sinuosos de la cintura de su boca lo que adelanta el preciso instante del goce eterno que una mujer se apresta a dar...

Pero muchos somos hombres citadinos, hechos de asfalto y hormigón, centurias hace que la tierra se ha distanciado de nuestra naturaleza y hoy convivimos ciegos, sordos e insensibles sin la menor certeza, sin el menor atisbo para caminar los senderos misteriosos de la mujer. Comprendemos en nuestra fatalidad, que el beso, la caricia, la mirada de ellas son un mero faro, apenas una luz  intangible del incesante devenir de infinitas tormentas de inasequible placer y satisfacción.

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