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febrero 08, 2010

Words, Words, Words

Imagina palabras cuando duerme o cocina. Busca texturas cuando no, colores o sonidos, incluso a veces incursiona en monosílabos contagiosos y rimbombantes.

No sueña con destinos paradisíacos, bicicletas importadas o montañas enormes. No pretende grandes aventuras, relatos o incluso historias inéditas. Desea profundamente las palabras, buscándolas, exigiéndose hasta el hartazgo. Hasta que por momentos decae su espíritu, y cansado a veces se retira, sabiendo su causa perdida.

Ni siquiera, piensa a veces, tampoco es que desea realmente ello. Es más bien un obediente servidor de las letras, obedece al anhelo de encontrar por fin la mejor o la más bella combinacion de sílabas que acentúen el sonido de una catarata, que embellezcan el paisaje de un beso o que corroboren la angustia de un gesto.

Quisiera a veces, dice él precavido, -sencillamente escribir otoño en algún papel servilleta-. Lo pide en cada cumpleaños, frente a sus velitas. Pide una palabra mágica, milagrosa que lo saque por fin de la rutina, de tantos “por qué”, de los “dados por” o los “la verdad es que...”.

Se cansa de sí, porque la búsqueda es agotadora y hasta sentiría mayor comodidad si pudira inventarlas, jugar con ellas, manipularlas hasta el hartazgo de la imaginación.

Pero todo es más difícil con ellas, tienen el control sobre su cuerpo y, como dijo, es su fiel servidor. El obedece a las palabras que se descubren solas. Son palabras de tiempo propio pues no respetan ni a su escriba. No tienen respeto por nadie y entonces van y vienen como olas ruidosas en un mar temperamental.

Sueña con una sopa de letras, nadando entre fideos de formas incompletas, palabras únicas y letras cursivas. Mayúsculas y minúsculas en una pileta desbordante. Tomar de ella, con sólo abrir su mano, y dejar que “tragedia” se junte con “alquimia” que “payaso” atraviese a la “mentira” y dejar que “rotundo” e “imperativo” dejen de pelear alguna vez.

No lee diccionarios, eso sí. Si bien sería una posible solución, lo toma como un atajo, y el de atajos conoce pocos, por cierto. Cree que las palabras y la experiencia conservan un romance singular y secreto, que muy de vez en cuando se dejan entrever y lo muestran a la luz del día.

Entonces él, en esos estados de trance en la cual se agolpa su curpo entero al raíd de la palabra, se convierte en un medium, en un dispositivo que pueda recrear tan sólo una décima parte del romance silencioso. Las palabras, claro, se le escapan... y la realidad orgullosa se niega a dejarse ver.

Claro, él acepta su condición de advenidizo, de hereje de santidades impuestas. Sabe, sin embargo, que existe la divinidad, pues de no existir, tendría que recrearla. Pasajes de la vida, describirlos, recrearlos, rememorarlos con las palabras que el mundo tiene, que el hombre posee son pequeñas en un mundo donde los dioses se ocultan en cada bolsa de plástico, en una tapita de cerveza o en el forro tirado en la puerta de tu casa.

Cuanto más lo intenta, cuanto más tiempo se embarca en tal epopeya más conciente es de su incapacidad para transmitirlo. Ese desconocimiento de la lengua, de sus reglas, de sus estructuras... precisa mil años y dos infinitas bibliotecas de colmados escritores que le permitan comprender el sentido y el significado.

Son intentos, todos, atiborrados de sueños por tocar aunque sea un remiendo de realidad.

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