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marzo 26, 2010

Digestión

Siento la breve sequedad de las palabras en mi boca. Las siento redondas y sin filo, agolpándose en mi paladar desnudo. Las mastico con placer de púber y las siento digerirlas poco a poco, para pasar a mejor vida.

Toco, porque también toco -no vaya a creer- las fibras unificadas y violáceas del papel que las sustentan, y como quien come un pedazo de carne con un buen tinto, las palabras en mi boca se deslizan con mayor suavidad, ahora que entiendo, que están en el papel fijado.

De pronto siento, porque también siento -no se le escape a nadie!- que las palabras se desgranan en el aire, se evaporan y entran por mis poros y mi nariz, las exudo y las respiro, se absorben en mis pupilas y pasan a mi sangre, se trasmutan en mis intestinos, y se disuelven en mi vejiga.

Las cago, porque las mejores palabras también son palabras cagadas. Así naturalmente vuelven a su seno, a su cimiente, a su naturaleza primera.

Y están ahí, incólumes en su sitio inaugural, con las rayas y sus puntos, sus tildes. Sujetos y predicados extasiados ante la vista del visitante oportuno, esperando ser devoradas en el placer del lector.

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