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marzo 10, 2010

Tu espalda



Es tu columna erguida, orgullosa de sentirse perfecta, frontera del caos exterior. Es el dibujo de tu cintura, en contornos y bocetos imaginados a la sombra de esa luna llena. Ese lunar que. Acostada de perfil, mientras tormentas de cielo asedian la ciudad.


Quisiera conocer los nombres imposibles para el recoveco oscuro entre la carne y tu columna, entre el sonido de tus hombros y el vaivén de tus brazos, tendidos en esa cama desierta. El murmullo de las hojas, aplastadas por la lluvia y el roce de tus piernas en la sábana descubierta.


¿A qué sabe tu desnudez? Los perfumes de tu cuello, los movimientos de tu cintura y la seda dérmica que te cubre son incógnitas sensibles que no responden a lógica alguna. Ni poeta ni científico, ni filósofo ni historiador. Tu pelo enredado, los rulos contenidos, oscuros en la pieza sin luz, certifican el contraste de este tormentoso placer.


El tiempo, que se acaba siempre, se tatúa en tu piel, en los rincones redondeados, en la silueta discontinua. Tu tiempo inabarcable, tu dorso cansino de años aún sin nombre. Algún día, los arquélogos de tu cuerpo podrán iluminar este misterio escenario entre tus vértebras y mi deseo, la helada planicie y mi lugar para acampar.


Sólo para no envejecer, el tiempo debiera ser tu espalda, para que el mundo se de cuenta que la ficción comienza en el pliegue de tu cuello, avanza en  sinuoso cabildeo y acaba en la estancia dormida de tu coxis singular.

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