Enseguida una estela de luz, abriéndose paso entre los danzantes y la mecha de luz que pendía del incienso murguero, encendida la bengala.
Allí apareció su rostro, brillando, en un gesto de confusión primero con la luz repentina, cubriéndose los ojos con el resplandor, con la sombra de sus manos. Después sus ojos recibiendo el centro de de luz. Fascinada con el descubrimiento, sólo sonreía perdida en las filas de la procesión.
Su cuerpo se acomoda a la ansiosa mañana, y sus labios presentan la sonrisa luminosa que juega con el fuego de noche,
dócil,
en el contoneo del cuello delgado,
suave
en la brisa y delicada de su piel. Se cubre de sombras y luces con el balance raquítico que baila de aquí para allá.
Un leve gesto hacia el cielo, y logra observar la luna, radiante para oscuros nostálgicos; descubre con sus ojos ahora abiertos que el cielo está algo más arriba, que no andaba flotando.
Y cuando regresa, de prepo, a esta tierra coronada por el baile linfático, cruza su mirada con la de aquel.
Que había quedado allí, prendido de un cuello desnudo y seductor.
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