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octubre 11, 2010

casualidades en inflación


Comenzó así: se despertó de pronto como de un sueño, como un nuevo nacimiento. Lo vería desde sus propios ojos, que con lentitud recobraban la memoria de la luz, y sus ojos centellaban con las luces de la luz fluorescente de una lámpara de techo. Luego, acostumbrado vería las letras de unas hojas. No podía leer al principio y terminó por tomar alguna oración descontextualizada de lo que, ahora con exactitud, afirmaba era un libro. 
Ese fue el comienzo. Como la revelación de existir efectivamente, de haber comprendido de hecho, que su presencia en este mundo pesaba, fidedigna, sobre el asfalto de esa maldita ciudad. 
Con ese peso, comenzó a pisar con cuidado. Cada gesto tendría valor, cada sombra de sí, de sus objetos y su memoria, tendría algún significado. 
Allí, se dispuso a mandarle un mensaje a su amigo: había comprado un libro y el prólogo lo recitaba Henry Miller.- Mirá! Loco, las casualidades. Yo caminando por el Centenario y lo ví, de tapa blanda y cartón rojo. Keruac. Vaya a saber de dónde me vino el nombre, y ahí nomás lo compré. Pequeño él, veinticinco pesos. Una bicoca. Cuánto cuestan las casualidades en inflación.-
Ahí nomás, un disco se le cruzó por la cabeza, un bitls, un disco blanco....Oh! Honney Pie. 
Y la historia nuevamente, vuelve a empezar. 
Él, un niño apenas, explorando, como cualquiera, las hendijas de su casa, los resortes secretos de la infancia. Una hilera de hormigas en el medio del living, un pozo profundo en la esquina del jardín, un hogar a leña sucio de ollín, jamás encendido. Una pila de cidis, jamás escuchados. Y uno, sólo uno que cruzó la inquisidora y amenazante mirada de niño. La miró, como un perro que olfatea lo desconocido. Casi nihilista él. Saryen Peper. Claro! 
Ahora sigue: También de tapa roja. Como el Keruac.Es beat. Dicen. Entonces todo aparece bien claro. Las coincidencias en un mundo distraído. Alguien debería escribirlo. 
Y podría terminar. 

Pero no. Continúa.
Se sirvió otra copa del tinto usado algunas noches atrás. Botella pesada, pensó. Adivinaba caer una copa desbordante del malbec torrontés. Sin embargo, fueron apenas unas gotas en un vaso gigante. Cayeron desgajadas, de lejos ni se apreciaban. Sin embargo, tomó la copa en sus manos, batió sin pausa. El vino había perfumado el escenario, y las cosas se veían aún más nuevas, recién venidas de su existencia. Viniendo a saludar, extrañadas del viaje. El cenicero de pintas, madera liviana, sostén de algunas tucas. Unas hojas esparcidas en el pasto de la tarde, lo miraban condescendiente, -hoy nos había querido leer. No lo culpamos- Una carpeta amarilla, gorda, rebosante, con la boca abierta. Envidiosa, daba vuelta la cara, con sus folios, sus sobres  de madera y sus hoyuelos de oficina gubernamental. Información berreta, toda ella.
Y ese libro rojo, como el disco, como la sangre. Despertándolo de pronto, nuevamente. Como la primera vez.

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