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julio 21, 2006

La carta tan buscada.

Señor.
Usted es célebre y de sus obras se imprimen treinta mil ejamplares. Voy a decirle por qué: porque ama a los hombres. Tiene usted el humanitarismo en la sangre; es una suerte. Usted se alegra cuando está acompañado; en cuanto ve a uno de sus semejantes, aun sin conocerlo, siente simpatía por la manera como está articulado, por sus piernas que se abren y se cierran a voluntad, por sus manos sobre todo; lo que más le agrada es que tengan cinco dedos en cada mano y que puedan oponer el pulgar a los otros dedos. Se deleita cuando su vecino toma una taza de sobre la mesa, porque tiene una manera de tomarla que es exlusivamente humana -y que a menudo ha descrito usted en sus obras-, menos delicada, menos rápida que la del mono, pero mucho más inteligente, ¿no es así? Le gusta tambén la carne del hombre, su modo de andar de herido grave que se reeduca, su aspecto de volver a inventar la marcha a cada paso, y su famosa mirada que las fieras no pueden soportar. A usted le es fácil, pues, encontrar el acento que conviene para hablar al hombre de sí mismo; un acento púdico, pero entusiasta. La gente se arroja sobre sus libros con glotonería, los leen en un buen sillón, piensan en el gran amor desdichado y discreto que usted les consagra y eso les consuela de muchas cosas; de ser feos, de ser cobardes, de ser cornudos, de no haber recibido aumento el primero de enero. Y se dicen espontáneamente de su última novela; es una buena acción.
Supongo que tendrá usted curiosidad por saber cómo puede ser un hombre que no quiere a los hombres. Pues bien, soy yo, los quiero tan poco que de inmediato voy a matar una media docena de ellos; quizá se pregunte: ¿por qué sólo media docena? Porque mi revólver no tiene más que seis cartuchos. Es una monstruosidad. ¿No es asi? Y además un acto correctamente impolítico. Pero le digo que no puedo quererlos.Comprendo muy bien su manera de sentir. Pero lo que a usted le atrae a mí me disgusta. Como usted he visto a los hombres masticar con cuidado, conservando los ojos atentos y hojeando con la mano izquiera una revista barata. ¿es culpa mía si prefiero asistir a la comida de las focas? el hombre no puede hacer nada con su cara sin que ello se convierta en una escena de fisonomía. Cuando mastica, conservando la boca cerrada, los ángulos de su boca suben y bajan y parecen pasar sin descanso de la serenidad a la sorpresa llorosa. A usted eso le agrada, lo sé, es lo que llama la vigilancia del Espíritu. Pero a mí me da náuseas; no sé por qué; así he nacido.
Si no hubiera entre nosotros más que una diferencia de gustos, no le importunaría. Pero todo esto ocurre como si usted estuviera en gracia y yo no. Soy libre de que me guste o no la langosta a la americana, pero si no me gustan los hombres, soy un miserable y no puedo encontrar mi sitio en el mundo. Ellos han acaparado el sentido de la vida. Espero que comprenda lo que quiero decir. Hace treinta y tres años que tropieza contra puertas cerradas sobre las cuales han escrito: " Nadie entre aquí si no es humanitario". He debido abandonar todo lo que he emprendido; era necesario elegir: o bien era una tentativa absurda y condenada, o bien tarde o termprano se volvía en provecho de ellos. No llegaba a separar de mí, a formular, los pensamiento que no les destinaba expresamente: permanecían en mí como ligeros movimiento orgánicos. Sentía que eran suyos los mismos útiles de que me servía, las palabras, por ejemplo; hubiera querido palabras mías. Pero aquellas de las que dispongo se han arrastrado en no sé cuantas conciencias; se arreglan solas en mi cabeza en virtud de la costumbre que han tomado en otras y con repugnancia las utilizo para escribirle. Pero es la última vez. Yo se lo digo; hay que querer a los hombres, o de lo contrario apenas si le permiten a usted picotear. Pues bien, yo no quiero picotear. Me llamarán loco o trastornado. Lo mismo da. Voy a tomar ahora mismo mi revólver, bajaré a la calle y veré si se puede lograr algo contra ellos. Adiós, señor; tal vez será usted a quien encuentre. Enconces no sabrá nunca con qué placer haré saltar sus sesos. Si no -y es el caso más probable- lea los diarios de mañana. En ellos verá que un individuo mató, en una crisis de furor, a cinco transeúntes en la Avenida Cabildo. Usted sabe mejor que nadie lo que vale la prosa de los grandes diarios. Comprensa, pues, que no estoy "furioso"; por el contrario, estoy muy treanquilo y le ruego que acepte, señor, mi consideración más distintguida.

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