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septiembre 28, 2010

El Ringo Café



El grito del whisky reventó en la garganta colorada. La fuerza intempestiva del monocorde agitando las aguas en el bar.
Todo en el bar, eran miradas maliciosas y algún gitano, que no entendía la cuestión, sigilosamente pegaba el último sorbo de la ginebrita medianoche.
Entonces con sigilio el grito disminuyó su intensidad. Caía ahora a regañadientes el trago por los bordes salientes de la garganta. Por fuera.
Se derramaba entre los poros de nicotina que esa noche apestaban, caía casi imperceptiblemente en el mantel bordoux sucio como las moscas, entre las motas de líquidos no bebidos, jamás limpiados, tirados olvidados los tragos en el sucio mantel. La misma gota derramada ahí caía, en el piso de lajas blancas y negras, de diamantes sin luz, estampada en la piedra.
Más al costado, como de refilón, un encrucijada verbal, y dos ñatos que golpean de puños un amor no resuelto. Estampida de apuestas ahora, quién da más. El "negro" hoy parece estar de buenas, el público lo alienta y la opción pagá 4 a 1. Mandinga, por él ninguno garpa. Los dos tirados sobre la mesa, desahuciados de la bebida de la tarde sin continuidad hasta recién.
Y entonces el ruido del sobrio exterior se asoma, abriendo la puerta a los tumbos, con la campanilla de los sueños (que la dueña se niega a quitar, porque siempre ha mantenido "esta mugre dándo guita, que sino...ni se queda")
Era ella, recién salida de la ducha parecía un cachorro mojado. Sólo el pelo, pero la imagen lo era todo. Su piel casi blanquecina y esos labios rojos, siempre rouge rojo, ejercía una atracción deliciosa entre los borrachos del El Ringo Café.
Un tango amenaza terminarse, a la quía del lugar. Casi sin darse vuelta la vieja grita que la grapa se había acabado. Y ella con una sonirsa ya lo divisaba entre el gentío, separando en una mirada las colillas de cigarros y las cabezas dormidas de varios.
Se sentó viéndolo a los ojos dormidos, que recién habían gritado. Rojos, como sus labios, pero vacíos, sólo como los suyos. Mireya gritó por encima de la musiquita bandoneón, Qué hacés que no venís pa el baile -gil.Y con esa sonrisa de luces lo besó casi al paso marcándole la estela dorada de un perfume de ocasión. Siempre recién bañada. Eso era un sueño. No había momento que no estuviera siempre así, perfumada. Toda seria, por la esquina siempre terminaba asomándose con alguna gota de agua cayéndosele de las puntas.
Infausto sólo miró el vaso, con algún hielo desteñido y a punto de desaparecer. Había reconocido su futuruo, y estaba allí, reflejado en las luces del hielito. Todo su futuro, en la tierna mirada expectante de ella y por lo cual, no querría verla. Sus ojos sólo observaban el vaso. Por decoro levantó la mirada, pero su vista la puso en el afiche de Perón. La vieja del Ringo siempre adoraba ese afichín,  en sus vestidos de guerra. Con ese gorro grueso blanco  y el traje blanco y su celeste y blanco blasón.
Mireya seguía la parla y el mozo que no llegaba. Quería ahogarse de nuevo, en un olvido agrio. Y Mireya que seguía ahí.
Por fin decidió contarle, rumiando la historia, decirle todo y ya. Enamorase, tirarse en sus brazos, cansado de tanto masticar.
Pero Mireya se había ido. Sin siquiera saludar. El perfume húmedo aún recorría el final de la puerta y el grito sórdido del whisky pasaba una vez más, por la garganta sediciosa

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